sábado, 18 de junio de 2016

Atrocidades aceptadas.


De: Denise Dresser.
Ayotzinapa. Tlatlaya. San Fernando. Nombres que recordamos por quienes murieron allí, por quienes desaparecieron allí, por quienes fueron ejecutados allí. Casos conocidos, casos emblemáticos, casos que han aparecido en la prensa nacional e internacional. Pero más allá de ellos hay un país herido. Un país donde según el reporte Atrocidades innegables, elaborado por el Open Society Institute, no sólo hay crímenes constantes. Hay crímenes calificados de “lesa humanidad”. Crímenes cometidos por narcotraficantes pero también por las fuerzas armadas. Nueve años de agresiones a la sociedad civil. Nueve años de dolor. Nueve años que han producido más de 150 mil personas desaparecidas.

Una crisis de naturaleza y magnitud insospechadas e inimaginables hasta ahora que es documentada, publicada, evidenciada. Vía un largo y riguroso proceso de investigación, de entrevistas, de recopilación de datos y cifras. Todo ello para llegar a una conclusión que debería sacudir. Lo que ha ocurrido en México bajo la presidencia de Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto merece la atención de la Corte Penal Internacional. Merece que la comunidad internacional inicie investigaciones que tengan consecuencias penales para los involucrados. Porque esos involucrados no sólo son Los Zetas o los cárteles de la droga. Son miembros de las fuerzas de seguridad del Estado –policía y Ejército– cuyo deber es combatir el crimen, no perpetrarlo.

Las atrocidades que cometen y han cometido no son “casos aislados”; son un fenómeno generalizado. A partir de 2007, cuando Calderón declara su guerra y los asesinatos comienzan a aumentar. A crecer. A ocurrir con tanta frecuencia que de 2007 a 2010 México fue el país con la mayor tasa de crecimiento de homicidios dolosos. Entre diciembre de 2006 y finales de 2015, más de 150 mil personas fueron asesinadas intencionalmente. El crimen organizado comenzó a matar más, pero el Estado también, vía el uso indiscriminado de la fuerza, vía las ejecuciones extrajudiciales. Y las cifras oficiales no son confiables, miles de casos siguen sin resolverse; “desapariciones forzadas” no son clasificadas como tales, fosas clandestinas aparecen en estado tras estado. Peor aún: ante las atrocidades innegables la respuesta del Estado mexicano ha sido el silencio. O la pasividad. O el ocultamiento. A febrero de 2015 sólo se habían producido 313 investigaciones federales correspondientes a desapariciones forzadas y sólo 13 condenas. A pesar del involucramiento documentado del Ejército, no fue sino hasta agosto de 2015 cuando se condenó al primer soldado por este delito.

El Estado entonces ha sido cómplice callado de los crímenes de lesa humanidad o no ha actuado para encararlos. Desde el momento en que Calderón envía al Ejército a las calles, las denuncias por maltrato y tortura presentadas ante la CNDH se cuadriplican. La magnitud y las características del maltrato –según el informe devastador– constituyen crímenes de lesa humanidad según el Estatuto de Roma que México suscribió. Son “parte de un ataque generalizado o sistemático contra la población civil y con conocimiento de dicho ataque”, de conformidad con una política de Estado. Fue el Estado. Ha sido el Estado. Es el Estado.


El Estado mexicano que en aras de someter al crimen organizado ha matado a su propia población. El Estado mexicano que ha permitido el uso de una abrumadora fuerza extrajudicial contra la población civil. El Estado mexicano que ha actuado sin una regulación adecuada del uso de la fuerza, sin una determinación de responsabilidades por los abusos resultantes. No por accidente, no como simple “daño colateral”, no como “hechos aislados”. Se trata de una política que persigue a personas vinculadas con el crimen organizado, pero también a civiles acusados sin ningún fundamento. El patrón que Open Society –y las ONG con las que colaboró– revela conductas generalizadas. Revelas actos que no se cometen al azar. Revela actos sistemáticos que deben recaer bajo la jurisprudencia internacional, porque el Estado mexicano jamás va a juzgarse a sí mismo.

Por la retórica de la negación que ha caracterizado tanto a Felipe Calderón como a Enrique Peña Nieto. Por la forma en la que funcionarios de antes y ahora minimizan lo ocurrido. Por la estrategia gubernamental de atacar a funcionarios de las Naciones Unidas o de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos o del Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes. Por las promesas hechas una y otra vez que nunca se cumplen. Desde Tlatelolco, desde la Guerra Sucia, el Estado mexicano resta importancia a los crímenes cometidos y va construyendo el andamiaje de la impunidad. Una impunidad que no ceja porque los funcionarios encargados de combatirla no reconocen que existe. No reconoce lo que deberían hacer para terminar con ella. La gobernabilidad se construye precisamente sobre la impunidad.

De allí que el gobierno acepte el uso de la tortura para extraer confesiones y fabricar “evidencias”. De allí que una sucesión de gobiernos proteja al Ejército y a la Marina de investigaciones creíbles sobre su participación en crímenes atroces. Calderón y Peña Nieto promoviendo y permitiendo la militarización de las actividades policiales. Todo ello contribuyendo a que el Estado evada su culpa. Eso explica las obstrucciones procesales, la falta de independencia de los peritos y los procuradores, la aprobación de aparatosas reformas que después se instrumentan tarde y mal. El país necesita ayuda porque quienes lo gobiernan cometen crímenes y no reciben castigo.

La urgencia del involucramiento internacional deviene de lo que no pasa en el país. Lo que no se investiga. Lo que se tapa. Lo que se oculta. Los crímenes que ni siquiera son considerados como tales. Ni el gobierno de Calderón ni el de Peña Nieto han mostrado interés por establecer responsabilidades por las atrocidades cometidas. En lugar de la investigación, prevalece la obstrucción. En lugar de la premura, prevalece la obstaculización. El informe concluye recomendando decisiones difíciles, decisiones valientes. Decisiones como la creación de una entidad de investigación internacional –con sede en México– que tenga el poder de investigar y perseguir crímenes de lesa humanidad y corrupción de manera independiente. Para que así las atrocidades innegables dejen de serlo. Para que las atrocidades aceptadas dejen de serlo. Para que México no viva con la lesa humanidad de hoy, sino con la recuperada humanidad de mañana.



Fuente: http://www.proceso.com.mx/444420/atrocidades-aceptadas


viernes, 17 de junio de 2016

“Desde Vallejo hasta Rubén Núñez”, artículo de Pablo Gómez.

"Estamos viendo lo de siempre: investigaciones falsas motivadas por instrucciones de gobierno, jueces de consigna, justicia corrompida por el poder político...".

Por Pablo Gómez
El encarcelamiento de Rubén Núñez y Francisco Villalobos, líderes de la sección 22 del sindicato de profesores, es un acto de gobierno en el marco de un conflicto. Ellos son presos políticos. Los delitos que se les imputan ya no son de carácter político, como se usaba hace muchos años, pero la causa penal sí lo es. Se trata de una manipulación del aparato de justicia y así lo confirma el mismo gobierno con sus contradictorias explicaciones.

El cargo no ha sido como se había dicho el robo de libros de texto gratuitos, los cuales carecen de valor comercial. Esa acusación era demasiado débil por no decir ridícula. Se habla ahora de decenas de millones de pesos supuestamente “lavados”. Pero para que hayan operaciones con recursos de procedencia ilícita lo primero es acreditar la existencia de un delito anterior, el cual nunca ha sido denunciado y mucho menos perseguido.

Lo que estamos viendo es lo de siempre: investigaciones falsas motivadas por instrucciones de gobierno, jueces de consigna, justicia corrompida por el poder político.

A Demetrio Vallejo y sus compañeros los acusaron en 1959 de disolución social, un delito directamente político. Él estuvo en la cárcel unos doce años por haber dirigido una huelga. Antes se usaba el Código Penal en defensa declarada de la “seguridad” del Estado. Ahora se utiliza el prosaico “lavado de dinero” como instrumento político para sacar de circulación a ciertas personas.

El encarcelamiento de Elba Esther Gordillo ha sido semejante por el uso de esa técnica pero con una gran diferencia: ella tiene una larga trayectoria delictiva, la cual siempre fue parte de la manera de operar el sindicalismo “charro”, es decir, de Estado. Lo mismo ocurrió en 1989 con Joaquín Hernández Galicia, “La Quina”, a quien le plantaron en su casa cajas de armas e incluso un cadáver.

Pero tanto la profesora como el líder petrolero eran parte de una estructura de Estado dentro de la cual se estaban produciendo traiciones o deslealtades, al final reprimidas con la misma ilegalidad con la cual se habían sostenido esos liderazgos.

Por tal motivo, después de sus encarcelamientos, no sucedió nada relevante más que el encumbramiento de otros líderes de la misma familia política mafiosa pero ya docilitados.

La CNTE es una organización independiente y democrática en la cual existe militancia sindical de base, participación efectiva de sus miembros. Además, está en lucha. Encarcelar a dirigentes mediante inventos judiciales es un acto de represión política, como fue el caso de Vallejo y los ferrocarrileros, no es un ajuste personal de cuentas dentro del Estado corrupto como los casos de “La Quina” y Gordillo.

La lesión que se inflige a la sociedad es evidente porque se reprime la libertad política, la crítica, la movilización ciudadana.

El secretario de Educación habla como bravero de barrio y es un golpeador de Peña Nieto. En el momento más complicado de la lucha de la CNTE se aprovecha la situación para, por fin, utilizar la prisión como factor político después de que el funcionario más cercano del presidente de la República, Aurelio Nuño, ya había condicionado el diálogo a una renuncia de la CNTE a sus demandas. Eso quiere decir que el oficialismo declara imposible toda interlocución con adversarios, ya que ésa sólo tiene sentido cuando el tema es la divergencia de posiciones, no es una plática de amigos sino una confrontación de ideas y una búsqueda de acuerdos entre discrepantes. Con esto, el gobierno de Peña ha oficializado con absoluto cinismo la renuencia a discutir con opositores y el uso de la prisión como lenguaje político. Se repite el binomio Díaz Ordaz-Echeverría.

El gobierno sigue hacia abajo sobre un plano inclinado por él mismo construido. ¡Libertad a los presos políticos!

viernes, 3 de junio de 2016

Las elecciones más sucias.

 
 De Pablo Gómez.
Las contiendas en los 12 estados del país donde se elegirán gobernadores o gobernadoras, el próximo domingo 5, han sido las más sucias de los últimos años. Llama la atención que el jefe de un partido, Enrique Peña Nieto, se haya condolido de esta situación cuando el PRI es el que más ha contribuido al enchiqueramiento de la competencia electoral.

Por su parte, la Comisión de Quejas y Denuncias del Instituto Nacional Electoral (INE) ha llegado al extremo de ejercer la inconstitucional censura previa contra mensajes de radio y televisión, pero lo peor es que el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF) las confirmó en sentencias que agravian la libertad de difusión y podrán tener consecuencias gravísimas debido a los argumentos fraudulentos con que se dictaron.

A cambio, el INE ha mantenido en el aire espots claramente calumniadores, como uno en Zacatecas que fue suspendido por el Tribunal, pero un día antes de que terminara el periodo de campañas.

Gran parte del reciente lodazal se debe al gobierno y a la influencia de éste en el INE y el TEPJF.


Manlio Fabio Beltrones se ha estrenado como líder priista en unas elecciones ganables pero con guerra sucia y más que nada con el poderoso respaldo de los programas sociales del gobierno, incluido el Fondo Nacional de Desastres Naturales. El oficialismo ha regalado todo lo que tuvo a la mano a cambio del voto coaccionado, cada vez más necesario por parte del viejo PRI que no tiene la menor intención de cambiar su forma de ser.

Convertir las campañas en intercambios de injurias, calumnias, difamaciones y otras formas de denostar o de plano defenestrar al adversario se ha traducido en el estrechamiento del campo de las propuestas. Es miserable que casi todos los candidatos y candidatas prometan lo mismo: más empleo y mejor seguridad pública (hay uno en Tamaulipas que ha dicho que no habrá un secuestro más durante su sexenio). Ninguno lo puede lograr. Mas lo peor es que casi no hay propuestas de reformas económicas, administrativas y democráticas.

Pareciera que no hay tareas generales, pero tampoco se mencionan otras de carácter concreto. La pobreza programática ciertamente corresponde a los candidatos y candidatas, con sus buenas excepciones, pero también es característica de los partidos que han postulado a personas sin perspectivas transformadoras. El fenómeno consiste en que los partidos mexicanos son cada vez menos propositivos; lo que quieren es ganar a como dé lugar, aunque ellos mismos no sepan exactamente para qué, como no sea el desempeño de los cargos públicos y el control del gasto.

Lo anterior ha conducido a que cada vez gobiernan más las personas y mucho menos los partidos que, se supone, han sido creados con ese propósito. En la contienda de este año casi ningún partido llevó a cabo una campaña unitaria, a pesar de que la mitad del país va a votar. Esto habla de una despolitización del poder público y de la conversión de los partidos en simples frentes electorales.

Aquí hay una crisis política que tiene como expresión superficial el hartazgo popular de los políticos y el debilitamiento de la lucha entre los partidos. La democracia mexicana, exclusivamente representativa y formalista, está al borde de la bancarrota porque la clase política no alcanza a ver que una ciudadanía nueva requiere no sólo elegir sino también proponer, decidir, remover y disponer. El sistema constitucional mexicano requiere un cambio de gran alcance que está siendo postergando por los partidos, inmersos como se encuentran en luchas personalistas y de grupos que se benefician de la corrupción pública, es decir, que son funcionales al Estado corrupto.

Sean quienes sean los próximos gobernadores y gobernadoras, el hecho es que no hay una mayoría política en el país. En varios estados las diferencias van a ser pequeñas, de manera que los nuevos gobiernos vivirán su gestión con mayores vigilancias y en medio de la crítica de sus opositores, los cuales serán representantes en suma de la mayoría ciudadana. Esta característica no es nueva, sin embargo, no está escrito que así debe ser en cada ocasión. Lo significativo hoy es que seguirá la dispersión del voto entre tres o cuatro pedazos de ciudadanía.

Otra característica de la temporada ha sido la división en la izquierda. Cualquier observador en Veracruz, Oaxaca, Zacatecas o Tlaxcala podría decir que la tarea era unir a las izquierdas para ganar de seguro esas gubernaturas. Es cierto que a pesar de la división algunos resultados pueden ser favorables a una de las izquierdas, sin embargo, tanto la posición de Morena de rehusar la búsqueda de acuerdos con el PRD como la de éste de aliarse con el PAN en varias entidades, no eran los mejores caminos. Para el PRD la cuestión se complicó aún más debido a que en varios estados cosechó nuevas escisiones.

Tal vez el resultado electoral muestre que la política correcta es edificar la unidad en la acción en lugar de profundizar la división con base en ataques insultantes pero insulsos que sólo impiden la polémica de fondo tan necesaria para las fuerzas de izquierda.
 
Fuente:  http://www.proceso.com.mx/442779/las-elecciones-sucias