La foto impresiona: el joven efectivo de la Policía Federal que vigila el sitio en el que fueron encontradas fosas con restos humanos en Iguala sostiene, sin esfuerzo aparente, una ametralladora M-60 de diez kilos de peso. Era el arma con la que la infantería estadunidense se abría paso en los arrozales de Vietnam y en los vecindarios polvorientos de Faluya, aunque al norte el río Bravo se le considera obsoleta y ya está siendo remplazada por un nuevo modelo. El personaje de la gráfica tiene el dedo nervioso pegado al guardamonte y la canana de cartuchos, colocada a modo de banda presidencial holgada, le cuelga por debajo de la rodilla. Por si se le acaban esos cartuchos porta, además, un estuche con varios cargadores, chaleco antibalas, casco con gogles, un kefiyeh palestino enrollado en el pescuezo –último grito de la moda entre las fuerzas especiales y cuerpos contrainsurgentes: expropiar el emblema mundial de los insumisos– y el distintivo reglamentario con bandera, escudo y nombre del país, México, pegado al hombro. Lo único que desentona con la imagen de guerrero feroz es su mirada de inocencia; en ella queda claro que el muchacho no tiene la menor idea de lo que está haciendo.
No es el único. El gobierno federal custodia ese sitio –relevante sólo para la investigación criminalística– como si se tratara de una central nuclear, pero allí sólo hay unos hoyos en los que el 4 de octubre fueron encontrados restos humanos que podrían pertenecer, o no, a algunos de los estudiantes normalistas secuestrados por la policía de Iguala entre el 26 y el 27 de septiembre y desaparecidos desde entonces. Han aparecido más fosas, pero hasta ayer, lunes 13 de octubre, ni la autoridad federal ni la estatal habían informado con claridad quiénes ni cuántos son los muertos hallados en ellas. Más allá de cualquier escrúpulo, ambas instancias parecen más preocupadas, la primera, por utilizar la barbarie policial del municipio para destruir políticamente al gobernador guerrerense y a su partido, el PRD, y éstos, por aferrarse a como dé lugar a esa posición de poder.
Mientras la Federación exhibe el poderío de sus policías acordonando agujeros macabros pero vacíos, las balaceras, los asesinatos y los levantones prosiguen su curso en la normalidad sangrienta impuesta por Felipe Calderón y combatida por Enrique Peña Nieto con el viejo método de esconderla bajo la alfombra, pero ni así: los muertos se desbordan por todas partes y los homicidios de estas semanas en Chihuahua, Acapulco y Ecatepec son una muestra. Uno se pregunta por qué la prioridad de resguardar cementerios clandestinos con cuerpos de asalto por sobre la necesidad de custodiar vidas y la respuesta inevitable es que las vidas no importan tanto como la imagen mediática. Hay que preocuparse sólo cuando los asesinatos empiezan a deteriorar la percepción del país entre los inversionistas extranjeros, como dijo el fin de semana Luis Videgaray con un cinismo asombroso a propósito de los jóvenes muertos y desaparecidos de la Normal de Ayotzinapa. Los muertos que para el secretario de Hacienda constituyen un riesgo de disuasión financiera son, en manos del PRI y del PRD, instrumentos de campaña de cara a procesos electorales próximos. Así estamos.
Desde luego, la ineptitud y la indolencia de Ángel Aguirre Rivero ameritan su salida del cargo a la brevedad, pero no es el único caso. A dos años de instaurado el peñato, la Segob, la PGR, el Cisen (¿qué hacía el Cisen mientras la delincuencia organizada se apoderaba de Iguala? ¿Buscaba con microscopio agentes del Estado Islámico infiltrados en el territorio nacional?) y el propio Peña Nieto han incumplido en forma escandalosa, exasperante e inadmisible, su obligación de garantizar la seguridad pública y el derecho a la vida de las personas, que es el principal deber de un gobierno. En este sentido, los muchachos de Ayotzinapa muertos y desaparecidos confirman la desaparición de todo sentido nacional en una institucionalidad utilizada no para servir a la población sino para saquear, entregar el país al extranjero y pasear por el mundo la frivolidad oligárquica en un avión de 7 mil millones de pesos.
No es el único. El gobierno federal custodia ese sitio –relevante sólo para la investigación criminalística– como si se tratara de una central nuclear, pero allí sólo hay unos hoyos en los que el 4 de octubre fueron encontrados restos humanos que podrían pertenecer, o no, a algunos de los estudiantes normalistas secuestrados por la policía de Iguala entre el 26 y el 27 de septiembre y desaparecidos desde entonces. Han aparecido más fosas, pero hasta ayer, lunes 13 de octubre, ni la autoridad federal ni la estatal habían informado con claridad quiénes ni cuántos son los muertos hallados en ellas. Más allá de cualquier escrúpulo, ambas instancias parecen más preocupadas, la primera, por utilizar la barbarie policial del municipio para destruir políticamente al gobernador guerrerense y a su partido, el PRD, y éstos, por aferrarse a como dé lugar a esa posición de poder.
Mientras la Federación exhibe el poderío de sus policías acordonando agujeros macabros pero vacíos, las balaceras, los asesinatos y los levantones prosiguen su curso en la normalidad sangrienta impuesta por Felipe Calderón y combatida por Enrique Peña Nieto con el viejo método de esconderla bajo la alfombra, pero ni así: los muertos se desbordan por todas partes y los homicidios de estas semanas en Chihuahua, Acapulco y Ecatepec son una muestra. Uno se pregunta por qué la prioridad de resguardar cementerios clandestinos con cuerpos de asalto por sobre la necesidad de custodiar vidas y la respuesta inevitable es que las vidas no importan tanto como la imagen mediática. Hay que preocuparse sólo cuando los asesinatos empiezan a deteriorar la percepción del país entre los inversionistas extranjeros, como dijo el fin de semana Luis Videgaray con un cinismo asombroso a propósito de los jóvenes muertos y desaparecidos de la Normal de Ayotzinapa. Los muertos que para el secretario de Hacienda constituyen un riesgo de disuasión financiera son, en manos del PRI y del PRD, instrumentos de campaña de cara a procesos electorales próximos. Así estamos.
Desde luego, la ineptitud y la indolencia de Ángel Aguirre Rivero ameritan su salida del cargo a la brevedad, pero no es el único caso. A dos años de instaurado el peñato, la Segob, la PGR, el Cisen (¿qué hacía el Cisen mientras la delincuencia organizada se apoderaba de Iguala? ¿Buscaba con microscopio agentes del Estado Islámico infiltrados en el territorio nacional?) y el propio Peña Nieto han incumplido en forma escandalosa, exasperante e inadmisible, su obligación de garantizar la seguridad pública y el derecho a la vida de las personas, que es el principal deber de un gobierno. En este sentido, los muchachos de Ayotzinapa muertos y desaparecidos confirman la desaparición de todo sentido nacional en una institucionalidad utilizada no para servir a la población sino para saquear, entregar el país al extranjero y pasear por el mundo la frivolidad oligárquica en un avión de 7 mil millones de pesos.
Localizar y presentar a los estudiantes de Ayotzinapa debe ser la última tarea de Aguirre y también la última de Peña. Y después de eso es necesario que ambos pidan licencia a sus cargos respectivos porque gobierno, lo que se llama gobierno, aquí no hay.
navegaciones.blogspot.com / Twitter: @Navegaciones / navegaciones@yahoo.com
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