Diego Genaro Mesa es todo ideales. Marx, Engels, Lenin… Admira la trinidad comunista. Para él, nada la supera, salvo el mito, el icono guerrillero del Che Guevara. “Yo podría ser el Che”, afirma con ojos brillantes.
Diego Genaro es imberbe, de escasa estatura y difícilmente se le puede imaginar cruzando la Sierra Maestra con un fusil en la mano, pero este estudiante de la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos de Ayotzinapa parece estar hecho del material con el que se forjan muchos sueños aquí en Guerrero, en el sur profundo de México. Una aleación en la que nunca falta la pobreza. A sus 23 años, Diego Genaro sabe bien lo que es eso. Hijo de un campesino de la Costa Chica, ha trabajado desde los 11 años. En casa no entraban más de 100 euros al mes. Y eran siete hermanos. De todos ellos, él descollaba como el más avispado. Por eso decidió dejar atrás los frijoles y tomates para estudiar y convertirse en maestro. Y además, si la oportunidad lo permitía, hacer la revolución. Ese momento parece llegado.
Con la matanza de Iguala y la desaparición de 43 de sus compañeros de escuela, la campana de la sublevación ha sonado para él y muchos otros. “Esto es como la matanza de 1968 en Tlatelolco, sólo que aquí han asesinado normalistas. Vamos a luchar”, proclama sentado en el patio de Ayotzinapa. Hace un día soleado y una suave brisa ondea las 17 banderas rojas que presiden el patio. Tantas como escuelas normalistas hay en México. “Todos van a venir y seremos una gran fuerza”, explica Genaro.
Y no se equivoca del todo. Aunque el paso del tiempo haya quitado la pátina heroica a las escuelas normales (magisterio), estas siguen representando un poder, ajeno al narco y bien anclado en las zonas donde sobreviven. Nacidos al calor de la Revolución Mexicana de 1910, estos centros supusieron en las primeras décadas del siglo XX una formidable cuña en la lucha contra el analfabetismo. Los maestros que salían de sus aulas, de la misma extracción que sus alumnos, pusieron una semilla de modernidad en una sociedad agraria profundamente estancada.
Pero la industrialización fue arrinconando este modelo. Solo sobrevivió en las zonas más depauperadas de México, manteniendo la llama revolucionaria, pero ya fusionada con el marxismo radical. La escuela de Ayotzinapa, con su organización asamblearia, sus 540 alumnos y su titulación universitaria, es quizá el mejor ejemplo de ello. De sus recintos salieron los guerrilleros Lucio Cabañas y Genaro Vázquez Rojas. Dos leyendas mexicanas a las que Diego Genaro admira, aunque palidecen frente a su Che Guevara.
—¿Le gustaría ser revolucionario?
—No me gustaría, ya lo soy.
—¿Y tomaría las armas?
—Si es necesario, sí.
—¿Y en qué caso sería necesario?
—Si hacen desaparecer y asesinan a mis compañeros. Sería justo ante tanta sangre.
Con la matanza de Iguala y la desaparición de 43 de sus compañeros de escuela, la campana de la sublevación ha sonado para él y muchos otros. “Esto es como la matanza de 1968 en Tlatelolco, sólo que aquí han asesinado normalistas. Vamos a luchar”, proclama sentado en el patio de Ayotzinapa. Hace un día soleado y una suave brisa ondea las 17 banderas rojas que presiden el patio. Tantas como escuelas normalistas hay en México. “Todos van a venir y seremos una gran fuerza”, explica Genaro.
Y no se equivoca del todo. Aunque el paso del tiempo haya quitado la pátina heroica a las escuelas normales (magisterio), estas siguen representando un poder, ajeno al narco y bien anclado en las zonas donde sobreviven. Nacidos al calor de la Revolución Mexicana de 1910, estos centros supusieron en las primeras décadas del siglo XX una formidable cuña en la lucha contra el analfabetismo. Los maestros que salían de sus aulas, de la misma extracción que sus alumnos, pusieron una semilla de modernidad en una sociedad agraria profundamente estancada.
Pero la industrialización fue arrinconando este modelo. Solo sobrevivió en las zonas más depauperadas de México, manteniendo la llama revolucionaria, pero ya fusionada con el marxismo radical. La escuela de Ayotzinapa, con su organización asamblearia, sus 540 alumnos y su titulación universitaria, es quizá el mejor ejemplo de ello. De sus recintos salieron los guerrilleros Lucio Cabañas y Genaro Vázquez Rojas. Dos leyendas mexicanas a las que Diego Genaro admira, aunque palidecen frente a su Che Guevara.
—¿Le gustaría ser revolucionario?
—No me gustaría, ya lo soy.
—¿Y tomaría las armas?
—Si es necesario, sí.
—¿Y en qué caso sería necesario?
—Si hacen desaparecer y asesinan a mis compañeros. Sería justo ante tanta sangre.
Diego Genaro afirma estas cosas con cierta grandilocuencia. Sabe que estos días vive un momento histórico y le gusta adoptar un papel a la altura. El día anterior, los normalistas prendieron fuego al palacio de Gobierno de la capital y, aunque no lo digan abiertamente, él y sus compañeros están preparando nuevas “acciones” contra ese Ejecutivo al que culpan de todos sus males. “No pararemos hasta que nos traigan a nuestros compañeros”, explica confiado.
Pero si se mira de cerca, hasta su revolución tiene algunos límites. En especial uno del que nadie habla dentro ni fuera de la escuela. Uno que sella las bocas en Guerrero. Uno que, según las investigaciones, apretó el gatillo contra sus compañeros la salvaje noche del 26 de septiembre y luego desolló y vació las cuencas de los ojos a su compañero Julio César Mondragón. El narco. El innombrable. Ante él, hasta el joven revolucionario titubea. Y cuando se le pregunta si les atacaría como a tantas otras instituciones capitalistas, responde en un arranque de franqueza: “No, porque sabemos lo que hacen”.
De la misma opinión es José Luis, normalista de tercer grado, otro admirador absoluto del Che, y que gusta de hablar en primera persona del plural, aunque esté medio tumbado, pintando un cartel para la manifestación de la tarde. “Con ellos lo tenemos difícil. Todo el mundo les tiene miedo; actúan de forma descomunal”, admite, para luego explicar que la lucha social se desarrolla en tres fases: la intelectual, la pacífica y la armada. “En esta última tiene que ser el pueblo el que se levante”, puntualiza.
A pocos metros, una madre con los ojos llorosos pide que no se haga demasiado caso a lo que dicen los jóvenes. “Si quieren lograr algo, tendrán que ser pacíficos”, sentencia. Lleva ropa y bolso de marca. Está harta de tanta espera, de tanta falsa esperanza, y habla con claridad. “¿Por qué no nos dicen lo que ha ocurrido? ¿Por qué no dicen que los han matado? ¿Por qué nos engañan así?”. Para ella, la verdadera revolución es que se sepa la verdad.
Pero si se mira de cerca, hasta su revolución tiene algunos límites. En especial uno del que nadie habla dentro ni fuera de la escuela. Uno que sella las bocas en Guerrero. Uno que, según las investigaciones, apretó el gatillo contra sus compañeros la salvaje noche del 26 de septiembre y luego desolló y vació las cuencas de los ojos a su compañero Julio César Mondragón. El narco. El innombrable. Ante él, hasta el joven revolucionario titubea. Y cuando se le pregunta si les atacaría como a tantas otras instituciones capitalistas, responde en un arranque de franqueza: “No, porque sabemos lo que hacen”.
De la misma opinión es José Luis, normalista de tercer grado, otro admirador absoluto del Che, y que gusta de hablar en primera persona del plural, aunque esté medio tumbado, pintando un cartel para la manifestación de la tarde. “Con ellos lo tenemos difícil. Todo el mundo les tiene miedo; actúan de forma descomunal”, admite, para luego explicar que la lucha social se desarrolla en tres fases: la intelectual, la pacífica y la armada. “En esta última tiene que ser el pueblo el que se levante”, puntualiza.
A pocos metros, una madre con los ojos llorosos pide que no se haga demasiado caso a lo que dicen los jóvenes. “Si quieren lograr algo, tendrán que ser pacíficos”, sentencia. Lleva ropa y bolso de marca. Está harta de tanta espera, de tanta falsa esperanza, y habla con claridad. “¿Por qué no nos dicen lo que ha ocurrido? ¿Por qué no dicen que los han matado? ¿Por qué nos engañan así?”. Para ella, la verdadera revolución es que se sepa la verdad.
De El País.