A lo largo de la historia de Occidente, una de sus tradiciones, la judeocristiana, ha tenido dos vertientes que, al intentar responder a la irracionalidad del mal, lo han marcado con un hierro al rojo vivo: la tradición de la culpa –donde, dice Adolphe Gesche, el mal es producto de una falta cuyo origen se remonta al pecado original y al asesinato de Caín–, y la de la víctima, donde el mal –vuelvo a Gesche– cae, sin justificación alguna, sobre el inocente: Job, Abel y Cristo.
A pesar de que comenzamos a vivir una época en la que nadie se siente responsable, la primera vertiente, sensible al mal como intención –un mal que se sitúa en la conciencia y las consecuencias de una elección–, es la que ha prevalecido: busquemos al culpable. Tal vez por ello la novela policiaca, que nació en Occidente, continúa teniendo tanta prensa.
Por desgracia, aquella vertiente, que tiene un sentido agudo de la persona frente a la responsabilidad de su libertad, se ha mezclado, desde el principio, con el mal que cae sobre el inocente. Desde el “chivo expiatorio” de los mitos más antiguos –un ser, como lo ha demostrado René Girard, inocente– hasta las víctimas de México, pasando por Abel, Job y Cristo, la lógica con la que se juzga a la víctima es la misma que aquella con la cual se juzga al culpable: “Seguramente algo hicieron; ellos se lo buscaron; en algo estarían metidos”. Borrada la frontera entre culpabilidad e inocencia por la fuerza del pecado original que san Pablo y san Agustín anclaron en el alma de Occidente, todo aquel que sufre algo tiene una deuda, es reo de una culpa que debe pagar.
Bajo su peso, que nos ha generado una lógica del terror, la otra vertiente, a pesar de ser el centro del Evangelio, quedó borrada. Vino, sin embargo, a reaparecer con Auschwitz y a reactualizarse en México con el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad. En aquel símbolo universal del horror, la humanidad debió reconocer, de manera totalmente inimaginable y “como algo irreparable e injustificable, el mal del inocente”, el de la víctima que sufre la irracionalidad del mal elegido por otro.
Tuvimos que llegar a ese espanto inaudito para que lo que estaba dicho en el Evangelio y en la vertiente judía que viene de Abel y de Job, volviera a trazar la frontera entre la culpabilidad y la inocencia. Quizá ese reconocimiento en América Latina se lo debemos tanto a Marx como –dice con acierto Gesche– a la teología de la liberación: muchas víctimas sufren por algo que no se merecían ni querían. Dice algo más –que, a veces, el marxismo y esa misma teología, en su deseo puramente moral de justicia, dejan de ver–: no importa si la víctima es culpable en el plano moral. Hay que ir de todas formas, por amor, en su ayuda.
No es para menos. La historia del pensamiento y las mentalidades afirma que cuando ese tipo de inmensos descubrimientos o redescubrimientos aparecen, las viejas estructuras –en este caso de la culpa y de la persecución del culpable como el corazón de la justicia– se superponen y vuelven a tomar la primacía.
Si esto sucede a miradas tan finas y penetrantes como las que nos han heredado el Marx de Los manuscritos filosóficos y la teología de la liberación, más aún ocurre a otro tipo de mentalidades. La prueba más clara para México la tenemos no sólo en el rencor que habita en algunos sectores de la izquierda, sino también en la misma administración de Enrique Peña Nieto. Al inicio de su mandato asumió lo que en la mentalidad puritana de Calderón, anclada en la culpa y la persecución del culpable, era imposible: la deuda con las víctimas. Un año y medio después ha vuelto a recaer en la lógica de su antecesor: la persecución del culpable y el desprecio por las víctimas que continúan culpabilizadas, criminalizadas y revictimizadas por muchas procuradurías y parte de la ciudadanía.
Es evidente –a pesar de que la justicia (vuelvo a Gesche) es la virtud más difícil de definir y de practicar, y la más corruptible de todas; los puritanos como Calderón o de ciertas izquierdas patibularias lo muestran: el puro espíritu de justicia conoce fácilmente desviaciones patológicas y criminales– que hay que seguir luchando por la justicia denunciando las situaciones donde ha sido humillada, señalando a quienes son o se consideran culpables y aplicándoles la ley. Pero no por eso hay que dejar de mirarnos como víctimas a las que es preciso socorrer frente a la irracionalidad del mal. El ser humano necesita, al lado de la justicia, compasión. Si no se pone en el centro de todo la condición de las víctimas que hay que socorrer, la justicia corre el riesgo no sólo de volvernos justicieros, perseguidores y doctrinarios del castigo, sino, como hasta ahora –es la consecuencia de esa lógica–, de criminalizarlas, culpabilizarlas y olvidarlas.
“El mal –dice admirablemente Gesche– no grita solamente venganza (que sería la mirada hacia el culpable), sino que grita sobre todo compasión (que es la mirada hacia la víctima).”
Quizá el verdadero genio de las dos vertientes judeocristianas que han marcado a Occidente sea hacer la justica con amor, un genio que, por desgracia, no sabemos vivir aún.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a los presos de Atenco, hacerle juicio político a Ulises Ruiz, cambiar la estrategia de seguridad y resarcir a las víctimas de la guerra de Calderón.
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