De: Tomás Calvillo Unna.
La pregunta es pertinente a pesar del mensaje imperante de salir a votar, porque se dice que no hay otra opción en un régimen que se aferra a ignorar la emergencia nacional por la que atraviesa la República, y que ha afectado a miles de familias mexicanas que sufren la violencia proveniente de la simbiosis entre crimen y política, blindada por la corrupción y la impunidad.
Desde Roberta Menchú hasta José Woldenberg, incluyendo al Secretario de Gobernación y por supuesto a los partidos, por distintas razones, buscan convencer a los ciudadanos para que ejerzan su derecho a votar.
El voto se presenta con argumentos cuasi-dogmáticos, convertido en algo inamovible y piedra angular de una democracia que naufraga no sólo en México sino en el mundo, ante la mutación de los estados nacionales y la revolución tecnológica informática digital y demás, que han roto el balance entre lo público y lo privado, entre los corporativos y los gobiernos y sus diversos intereses, entre las instituciones representativas y los ciudadanos.
Ante todos estos veloces cambios, la globalización económica y del crimen se entrelazan sumándose a las fuertes presiones que afectan las raíces mismas de los procesos civilizatorios. Las relaciones laborales, las estructuras sociales básicas, como el propio concepto de familia, la vínculos con el entorno y la pertenencia e identidad misma, son realidades que se resquebrajan y transforman y en donde, la representación política y sus mecanismos de elaboración pretenden ser incuestionables en un periodo como el actual, que más que nunca requiere repensarla profundamente y retornar a sus fuentes constitutivas que están íntimamente ligadas a los conceptos de estado, comunidad, ciudadanía, gobierno y territorio.
El sistema electoral como un apéndice de todo ello aparece para sus actuales promotores como un ente mágico que está más allá de las condiciones históricas que lo determinan. El votar se ha vuelto una expresión atemporal de la sociedad política, capaz de trascender cualquier condición, como la de una partidocracia que ha pactado de manera diversa con el crimen y que ha destruido las bases democráticas propias de un sistema de partidos mínimamente sano; o la de una población que en muchos lugares es amenazada por los militantes del terror que el estado no puede confrontar porque esta minado en sus ámbitos jurídicos, políticos y económicos.
Miles de desaparecidos y muertos, la filtración de diversos carteles en las estructura de los partidos, su complicidad con la impunidad y corrupción, parecen para los promotores del voto, cosas secundarias que sólo se van a corregir yendo a las urnas y votando, aquí y allá por los “menos malos”.
Más papistas que el papa, no advierten la desproporción, la gravedad del problema que vive el país. No se trata de remplazar lo que no existe por una salida autoritaria sino de replantear de raíz los fundamentos del sistema político, reestructurando las propias bases jurídicas y políticas de la nación. Se necesita sacudir a la clase política, unificar una fuerza ciudadana suficiente que desmonte el teatro criminal en que se han convertido los procesos electorales. Rescatar el sentido del voto implica hoy dar la espalda a las urnas. Que si gana el PRI, el PAN o el PRD o MORENA en la ciudad de México, o el malo de la película, comodín estratégico del poder en turno el Partido Verde, nada de ello va a modificar en lo fundamental la degradación que vive el país.
La clase política ha demostrado que está atrapada sin salida, y los ciudadanos o liberan el sistema, o consolidarán la prisión social que la violencia edifica a través el dominio del narco populismo disperso a lo largo y ancho del territorio nacional.
Sectores de las elites económicas y políticas del país pusieron en el mapa de la violencia de los cárteles a los ciudadanos; y los partidos políticos han sido un instrumento privilegiado para realizar esa macabra tarea. La irresponsabilidad ha sido toda, en este sentido el INE, probablemente sin proponérselo se convierta en una coartada más de esa dinámica criminal revestida de pretensión democrática.
Por lo mismo las campañas y sus candidatos andan sobre arenas movedizas sin tener idea de donde están parados, y los que la tienen ya eligieron alguno de los ejércitos irregulares que azotan al país de manera intermitente.
Que se vote o no, se ha vuelto irrelevante, sin despreciar los matices en aquellos lugares donde las condiciones son más extremas (donde el mejor de la película puede ser cualquiera según las condiciones locales).
No se trata de una campaña para convencer, es en todo caso un llamado a la conciencia ciudadana y uno más de muchos que desde diversas regiones y voces se realiza; tal vez como una última llamada antes de que el país se desbarranque por las opciones violentas de todo tipo.
Desde esta perspectiva el votar pareciera convertirse exactamente en lo contrario de lo que pretenden que sea, es decir, en un acto que consolida los circuitos territoriales del crimen encarnado en la política.
Después de lo sucedido en Iguala, los partidos políticos y el INE se mantuvieron impávidos y sólo demostraron una parálisis cómplice que abona a lo que podemos advertir como un peculiar golpe de estado hormiga por parte de corporativos criminales que toman las estructuras partidistas y los circuitos de las finanzas.
Las elecciones son ahora un territorio de esa guerra intestina donde los ciudadanos cada vez más son solo carne de cañón y víctimas.
Desde Roberta Menchú hasta José Woldenberg, incluyendo al Secretario de Gobernación y por supuesto a los partidos, por distintas razones, buscan convencer a los ciudadanos para que ejerzan su derecho a votar.
El voto se presenta con argumentos cuasi-dogmáticos, convertido en algo inamovible y piedra angular de una democracia que naufraga no sólo en México sino en el mundo, ante la mutación de los estados nacionales y la revolución tecnológica informática digital y demás, que han roto el balance entre lo público y lo privado, entre los corporativos y los gobiernos y sus diversos intereses, entre las instituciones representativas y los ciudadanos.
Ante todos estos veloces cambios, la globalización económica y del crimen se entrelazan sumándose a las fuertes presiones que afectan las raíces mismas de los procesos civilizatorios. Las relaciones laborales, las estructuras sociales básicas, como el propio concepto de familia, la vínculos con el entorno y la pertenencia e identidad misma, son realidades que se resquebrajan y transforman y en donde, la representación política y sus mecanismos de elaboración pretenden ser incuestionables en un periodo como el actual, que más que nunca requiere repensarla profundamente y retornar a sus fuentes constitutivas que están íntimamente ligadas a los conceptos de estado, comunidad, ciudadanía, gobierno y territorio.
El sistema electoral como un apéndice de todo ello aparece para sus actuales promotores como un ente mágico que está más allá de las condiciones históricas que lo determinan. El votar se ha vuelto una expresión atemporal de la sociedad política, capaz de trascender cualquier condición, como la de una partidocracia que ha pactado de manera diversa con el crimen y que ha destruido las bases democráticas propias de un sistema de partidos mínimamente sano; o la de una población que en muchos lugares es amenazada por los militantes del terror que el estado no puede confrontar porque esta minado en sus ámbitos jurídicos, políticos y económicos.
Miles de desaparecidos y muertos, la filtración de diversos carteles en las estructura de los partidos, su complicidad con la impunidad y corrupción, parecen para los promotores del voto, cosas secundarias que sólo se van a corregir yendo a las urnas y votando, aquí y allá por los “menos malos”.
Más papistas que el papa, no advierten la desproporción, la gravedad del problema que vive el país. No se trata de remplazar lo que no existe por una salida autoritaria sino de replantear de raíz los fundamentos del sistema político, reestructurando las propias bases jurídicas y políticas de la nación. Se necesita sacudir a la clase política, unificar una fuerza ciudadana suficiente que desmonte el teatro criminal en que se han convertido los procesos electorales. Rescatar el sentido del voto implica hoy dar la espalda a las urnas. Que si gana el PRI, el PAN o el PRD o MORENA en la ciudad de México, o el malo de la película, comodín estratégico del poder en turno el Partido Verde, nada de ello va a modificar en lo fundamental la degradación que vive el país.
La clase política ha demostrado que está atrapada sin salida, y los ciudadanos o liberan el sistema, o consolidarán la prisión social que la violencia edifica a través el dominio del narco populismo disperso a lo largo y ancho del territorio nacional.
Sectores de las elites económicas y políticas del país pusieron en el mapa de la violencia de los cárteles a los ciudadanos; y los partidos políticos han sido un instrumento privilegiado para realizar esa macabra tarea. La irresponsabilidad ha sido toda, en este sentido el INE, probablemente sin proponérselo se convierta en una coartada más de esa dinámica criminal revestida de pretensión democrática.
Por lo mismo las campañas y sus candidatos andan sobre arenas movedizas sin tener idea de donde están parados, y los que la tienen ya eligieron alguno de los ejércitos irregulares que azotan al país de manera intermitente.
Que se vote o no, se ha vuelto irrelevante, sin despreciar los matices en aquellos lugares donde las condiciones son más extremas (donde el mejor de la película puede ser cualquiera según las condiciones locales).
No se trata de una campaña para convencer, es en todo caso un llamado a la conciencia ciudadana y uno más de muchos que desde diversas regiones y voces se realiza; tal vez como una última llamada antes de que el país se desbarranque por las opciones violentas de todo tipo.
Desde esta perspectiva el votar pareciera convertirse exactamente en lo contrario de lo que pretenden que sea, es decir, en un acto que consolida los circuitos territoriales del crimen encarnado en la política.
Después de lo sucedido en Iguala, los partidos políticos y el INE se mantuvieron impávidos y sólo demostraron una parálisis cómplice que abona a lo que podemos advertir como un peculiar golpe de estado hormiga por parte de corporativos criminales que toman las estructuras partidistas y los circuitos de las finanzas.
Las elecciones son ahora un territorio de esa guerra intestina donde los ciudadanos cada vez más son solo carne de cañón y víctimas.
Fuente: http://www.sinembargo.mx/opinion/03-06-2015/35369