De Carlos Fazio.
El 7 de noviembre asistimos a la puesta en escena de la verdad oficial sobre los crímenes de lesa humanidad de Iguala. Mezcla de ficción y realidad, la representación mediática del procurador general de la República, Jesús Murillo Karam, fue concebida por los estrategas del marketing político de Enrique Peña como una preparación para la solución final del régimen a la detención-desaparición forzada de los 43 estudiantes de la Normal Rural Isidro Burgos de Ayotzinapa. En su papel de hechicero mayor de la aldea, Murillo anunció que los muchachos fueron quemados y sus restos óseos fracturados, lo que hará muy difícil la extracción de ADN para la identificación genética. Ergo, nunca aparecerá el cuerpo del delito de los 43 homicidios y se consumará la segunda desaparición de los desaparecidos, prolongando de manera indefinida la tortura (como la llamó Felipe de la Cruz) sobre los familiares, a quienes no se les permitirá hacer el trabajo de duelo.
Pensada para el consumo de masas, la novelesca actuación del procurador −con sus dislates histriónicos y el carpetazo del caso incluidos− remite al Decreto noche y niebla (Nacht und nebel erlass) del führer Adolfo Hitler, del 12 de diciembre de 1941, reconocido como el primer documento de Estado con órdenes para detener-desaparecer personas de manera furtiva o secreta, bajo el cobijo/ocultamiento de la oscuridad y la niebla. El decreto fue complementado por otros del mariscal Wilhelm Keitel, que especificaban cómo debían hacer desaparecer a personas sospechosas de resistir la ocupación nazi en Europa: sin dejar rastro de su paradero y sin proporcionar información alguna a sus parientes. El cadáver debía ser inhumado en el sitio de muerte y el lugar no sería dado a conocer. El objetivo, instruyó Keitel, era generar “un efecto aterrorizante (abschreckende Wirkung), eficaz y perdurable sobre los familiares y la población, que debería permanecer con la incertidumbre sobre el destino de los detenidos.
El propósito era paralizar a la población mediante el terror. Los desaparecidos eran un medio; el objetivo principal era desarticular cualquier forma de resistencia y mantener a la población en una incertidumbre duradera. Un esquema que parece repetirse en México por medio de la simulación e instrumentalización de la búsqueda de los 43 desaparecidos, con el objetivo encubierto −pero hasta ahora no logrado− de aniquilar síquicamente a los familiares y compañeros de las víctimas y a la población en general, e inhibir cualquier oposición o resistencia a la colonización, ocupación y despojo del territorio que habitan.
La finalidad del Estado terrorista es el disciplinamiento del cuerpo social. Ese ocultar mostrando, perverso y deliberado (que no logra hacer desaparecer el negacionismo oficial), obedece a una técnica de sometimiento y dominación social. Como indican muchos análisis sobre prácticas de violencias extremas, hay un proceso previo de clasificación y simbolización que impregna a la sociedad y la divide en ellos y nosotros. Es un proceso previo de deshumanización del otro a exterminar; de deshumanización y polarización extremas. Es necesario llevar al máximo las tensiones sociales para crear la sensación de que ningún proceso de diálogo es posible y lo único que cabe es una solución final que resuelva la cuestión. Porque al exterminio se llega. Se llega de manera premeditada mediante un proceso minuciosamente preparado; muchas veces por años. Y en eso, los medios de difusión masiva tienen una función específica en la demonización y estigmatización del grupo objetivo. En la fabricación de una víctima que, según la ideología de la criminalización del disenso (Vattimo), es clasificada como una amenaza social.
Reproductores y amplificadores de la violencia simbólica (Bourdieu) y todo un sistema de mentiras clasista y racista, los medios son usados para acelerar el proceso de deshumanización y desindividualización del otro, considerado enemigo; para la manipulación de la información y la simbolización de la violencia asimétrica −invisible, implícita o subterránea− del poder y la organización del exterminio. Y luego, para la negación. En general, y más allá del outsourcing o subrogación de la violencia oficial en boga con fines exculpatorios, los responsables de las desapariciones forzadas son los aparatos estatales. Es el mismo Estado, que lo puede hacer de modo directo o indirecto, como ocurrió en Iguala y antes en Oaxaca, Acteal, Aguas Blancas, Tlatelolco y un largo etcétera.
Pero la puesta en práctica del exterminio no es el último paso. Viene luego la etapa de la negación. El negacionismo trata de la negación, de la mentira y las manipulaciones. Negacionismo como expresión de un mundo turbio donde lo verdadero y lo falso se confunden, donde el sentido de las palabras se transforma o se invierte. En el caso de Iguala, la esquizoide negación gubernamental ha estado dirigida desde un principio a intentar eludir toda responsabilidad en lo que ha sido calificado como un crimen de Estado. De allí que en la fabricación de la solución final del caso Iguala/Ayotzinapa, la única hipótesis en las investigaciones haya estado dirigida a fortalecer la liga crimen organizado-fosas comunes, complementada con otro mecanismo perverso, luego desechado: la inversión de la acusación. Esto es, las pretendidas víctimas (los normalistas asesinados, lesionados y desaparecidos) eran culpables, ya que en el expediente se les quería presentar como parte o auxiliares de un grupo criminal. Esa inversión de la acusación es el argumento más cínico de la negación, y consiste en invertir los roles.
Un Estado perpetrador de crímenes contra la humanidad rechaza siempre reconocer su evidencia. Desvanece datos, fabrica testimonios, disimula hechos a la justicia y sustrae criminales a una sanción; por eso es un delito. Además, el negacionismo es un acto deliberado de destrucción de la memoria y una ofensa a las víctimas, a los sobrevivientes y sus familias.
Fuente; La Jornada.
El 7 de noviembre asistimos a la puesta en escena de la verdad oficial sobre los crímenes de lesa humanidad de Iguala. Mezcla de ficción y realidad, la representación mediática del procurador general de la República, Jesús Murillo Karam, fue concebida por los estrategas del marketing político de Enrique Peña como una preparación para la solución final del régimen a la detención-desaparición forzada de los 43 estudiantes de la Normal Rural Isidro Burgos de Ayotzinapa. En su papel de hechicero mayor de la aldea, Murillo anunció que los muchachos fueron quemados y sus restos óseos fracturados, lo que hará muy difícil la extracción de ADN para la identificación genética. Ergo, nunca aparecerá el cuerpo del delito de los 43 homicidios y se consumará la segunda desaparición de los desaparecidos, prolongando de manera indefinida la tortura (como la llamó Felipe de la Cruz) sobre los familiares, a quienes no se les permitirá hacer el trabajo de duelo.
Pensada para el consumo de masas, la novelesca actuación del procurador −con sus dislates histriónicos y el carpetazo del caso incluidos− remite al Decreto noche y niebla (Nacht und nebel erlass) del führer Adolfo Hitler, del 12 de diciembre de 1941, reconocido como el primer documento de Estado con órdenes para detener-desaparecer personas de manera furtiva o secreta, bajo el cobijo/ocultamiento de la oscuridad y la niebla. El decreto fue complementado por otros del mariscal Wilhelm Keitel, que especificaban cómo debían hacer desaparecer a personas sospechosas de resistir la ocupación nazi en Europa: sin dejar rastro de su paradero y sin proporcionar información alguna a sus parientes. El cadáver debía ser inhumado en el sitio de muerte y el lugar no sería dado a conocer. El objetivo, instruyó Keitel, era generar “un efecto aterrorizante (abschreckende Wirkung), eficaz y perdurable sobre los familiares y la población, que debería permanecer con la incertidumbre sobre el destino de los detenidos.
El propósito era paralizar a la población mediante el terror. Los desaparecidos eran un medio; el objetivo principal era desarticular cualquier forma de resistencia y mantener a la población en una incertidumbre duradera. Un esquema que parece repetirse en México por medio de la simulación e instrumentalización de la búsqueda de los 43 desaparecidos, con el objetivo encubierto −pero hasta ahora no logrado− de aniquilar síquicamente a los familiares y compañeros de las víctimas y a la población en general, e inhibir cualquier oposición o resistencia a la colonización, ocupación y despojo del territorio que habitan.
La finalidad del Estado terrorista es el disciplinamiento del cuerpo social. Ese ocultar mostrando, perverso y deliberado (que no logra hacer desaparecer el negacionismo oficial), obedece a una técnica de sometimiento y dominación social. Como indican muchos análisis sobre prácticas de violencias extremas, hay un proceso previo de clasificación y simbolización que impregna a la sociedad y la divide en ellos y nosotros. Es un proceso previo de deshumanización del otro a exterminar; de deshumanización y polarización extremas. Es necesario llevar al máximo las tensiones sociales para crear la sensación de que ningún proceso de diálogo es posible y lo único que cabe es una solución final que resuelva la cuestión. Porque al exterminio se llega. Se llega de manera premeditada mediante un proceso minuciosamente preparado; muchas veces por años. Y en eso, los medios de difusión masiva tienen una función específica en la demonización y estigmatización del grupo objetivo. En la fabricación de una víctima que, según la ideología de la criminalización del disenso (Vattimo), es clasificada como una amenaza social.
Reproductores y amplificadores de la violencia simbólica (Bourdieu) y todo un sistema de mentiras clasista y racista, los medios son usados para acelerar el proceso de deshumanización y desindividualización del otro, considerado enemigo; para la manipulación de la información y la simbolización de la violencia asimétrica −invisible, implícita o subterránea− del poder y la organización del exterminio. Y luego, para la negación. En general, y más allá del outsourcing o subrogación de la violencia oficial en boga con fines exculpatorios, los responsables de las desapariciones forzadas son los aparatos estatales. Es el mismo Estado, que lo puede hacer de modo directo o indirecto, como ocurrió en Iguala y antes en Oaxaca, Acteal, Aguas Blancas, Tlatelolco y un largo etcétera.
Pero la puesta en práctica del exterminio no es el último paso. Viene luego la etapa de la negación. El negacionismo trata de la negación, de la mentira y las manipulaciones. Negacionismo como expresión de un mundo turbio donde lo verdadero y lo falso se confunden, donde el sentido de las palabras se transforma o se invierte. En el caso de Iguala, la esquizoide negación gubernamental ha estado dirigida desde un principio a intentar eludir toda responsabilidad en lo que ha sido calificado como un crimen de Estado. De allí que en la fabricación de la solución final del caso Iguala/Ayotzinapa, la única hipótesis en las investigaciones haya estado dirigida a fortalecer la liga crimen organizado-fosas comunes, complementada con otro mecanismo perverso, luego desechado: la inversión de la acusación. Esto es, las pretendidas víctimas (los normalistas asesinados, lesionados y desaparecidos) eran culpables, ya que en el expediente se les quería presentar como parte o auxiliares de un grupo criminal. Esa inversión de la acusación es el argumento más cínico de la negación, y consiste en invertir los roles.
Un Estado perpetrador de crímenes contra la humanidad rechaza siempre reconocer su evidencia. Desvanece datos, fabrica testimonios, disimula hechos a la justicia y sustrae criminales a una sanción; por eso es un delito. Además, el negacionismo es un acto deliberado de destrucción de la memoria y una ofensa a las víctimas, a los sobrevivientes y sus familias.
Fuente; La Jornada.